Observaba
plácida pasar la Vida ,
sin apuros, ni
miedos
con una
cansada conciencia
de que se
iría, lenta y segura, algún día.
Miraba a lo
lejos,
olvidando los
secretos
que se forman
tácitos
en un formal y
adulto resquicio.
No pretendía
encontrarme ni encontrar.
Ya las cartas
estaban echadas
y los años
enjutos
se cernían en
una caravana de desaciertos.
Y te descubrí.
Te dejé
quererme.
Y me
enseñaste.
No hay nada
preescrito.
No hay nada
previsto,
ni siquiera
ordenado o intuido.
Desempañé la
tristeza,
acumulé mis
lágrimas en el cuenco de mis manos
para
guardarlas en un cofre de nácar
como ofrenda
al amor de antaño que dolía y quebraba…
Y volví a
sucumbir a mi estado de mujer,
a perdurar el
amor entre los pliegues de nuestros tiempos,
en la cornisa
de nuestros pasados,
estallando la
luz entre las tinieblas
de un torrente
de prodigios y quimeras…
Y ahí,
en el cuenco
de tus manos que abrazaban las mías,
entre tus
brazos fuertes
que sobornaban
mis miedos
Fui feliz.
Feliz.
Con una
felicidad que secó las lágrimas oceánicas.
Que
erigió nuestro altar al asilo del Amor
para libar los
besos
en los labios
de un hombre y una mujer
que volvían
del ayer
(jaula dorada
de aquellos tiempos)
para caminar
sobre los pasos desandados
y juntos,
esperar.
Esperar…
El tiempo que
nos purifica,
La soledad que
se desvanece.
Los pasos
cansados que se agitan…
Entonces, otra
vez,
el destino
ofreció su sentido
y conmovió al
Amor
por un
Nosotros mágico y cierto.
Y desde tu
dulzura y tu calidez
te fuiste
incrustando en mis paredes
con el pico
invisible de la ternura,
y las
derrumbaste,
(sólidamente
caídas)
para levantar
de esos escombros
un castillo
férreo,
un sueño real,
una nueva
conjunción de almas:
un vos y yo
infinitos.
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