RITOS ÍNTIMOS EN LA VOZ DE LA SACERDOTISA...

Rituales poéticos en la voz de la Sacerdotisa...

Ritos Íntimos en la voz de la Sacerdotisa...

Entero, mío, erecto...

Mensaje a los lectores de mi blog.

Estimados Lectores: Mi blog no contiene imágenes porque mi intención es rescatar la seducción de las palabras. La poesía erótica justamente y según mi opinión, predispone a la fantasía y a la imaginación de quien lee y de quien escucha, ya que el género lírico fue concebido para ser recitado. Si la contaminamos con imágenes, estaríamos cercenando esa idea esencial y el valor del verbo.
Por otro lado, se deduce que todo se puede decir; sin embargo, lo que importa es cómo se dice.
Un poema erótico no es la escritura de una serie de onomatopeyas que dibujan el encuentro sexual, el verdadero talento en este terreno consiste en poner esos sonidos tan excitantes en palabras, de tal forma que el cuerpo se sacuda.
Una vez más, les agradezco su presencia aquí.
Mónica

martes, 10 de mayo de 2011

EL PADRE

Levantó la mano derecha y, con suavidad, hizo la señal de la cruz. Sus dedos, temblorosos por la edad consumida en años de tiempo transcurridos en la carretera de la vida, se unieron en un gesto de oración sincera y reverente. Rezó con los ojos entrecerrados y con una pasión mística que hacía mucho tiempo, exactamente desde que decidió su vida, no experimentaba.



Ante la imagen de Cristo crucificado, se elevó en un éxtasis auténtico y profundo de evocación religiosa. Unas lágrimas confusas y lentas comenzaron a rodar por sus mejillas ajadas. Lentamente fue abriendo los ojos, como si temiera reencontrarse con la realidad. Separó las manos y asió su cabeza con ellas para despejar esos pensamientos que lo sumían en un desasosiego premonitorio de alguna catástrofe cercana. Conocía a fondo sus estados de ánimo y la desesperanza que lo podía obnubilar al punto de entristecer y abandonar la lucha.


Su vejez prematura, ocasionada por los interminables dolores sufridos por él mismo y por los demás, le propinó en muchas ocasiones, heridas que por largo tiempo no cerraron. Conocía los discernimientos de los que entonces eran sus superiores sobre la vida contemplativa y el contacto directo con los hombres. Él estaba lejos de acercarse a los juicios de aquellos. No coincidía con sus fundamentos; por ello, en muchas oportunidades se trabaron en discusiones acaloradas que no llegaron a buen final. Trataban de inculcarle que la autenticidad religiosa versaba en el retiro del mundo y en la ensoñación abstracta de acercarse a Dios sólo por medio de la oración. En cambio, su opinión férrea la defendía a ultranza con hechos concretos y acercándose cada vez más a la gente. Muchos de los ancianos lo reconocían como un rebelde, como un díscolo sacerdote que había equivocado su vocación y lo renegaban con mil actitudes que no se relacionaban, en absoluto, con la doctrina cristiana.


El padre Juan, recio pero confiable, era un hombre que no guardaba para sí sus comentarios. Al contrario, con una ferviente convicción acerca de lo que sostenía, lo hacía oyente de agotadoras sesiones de oratoria grandilocuente, con expresiones relajadas y viriles, como estaba acostumbrado a tratar a la gente de su confianza. Le advertía que si no cambiaba radicalmente su visión parcial de la vida religiosa, esto le traería innumerables conflictos con los dirigentes de su congregación que no querían sino otra cosa que mandarlo lejos, donde sus subjetivas apreciaciones no se mezclaran con la gente común y dócil que acudía a esa diócesis.


Algunos señores poderosos habían empezado a mirar con prevención sus consejos a los pobres y abusados proletarios de la zona y no les gustaba su obstinación por sacarlos de la inercia atrasada en la que estaban inmersos sin posibilidad de evolución humana ni social.


Secó la humedad de su rostro cansado con la yema de los dedos. Miró hacia la mesita rústica colocada a manera de altar. Ella, con la sencillez que la caracterizaba, había preparado el sitio indicado para honrar al Padre. Bordó la carpeta que cubriría la mesa con una ternura indescriptible; decoró con floreritos de cerámica esmaltada los extremos y fabricó con sus propias manos los recipientes que sostendrían las velas. Cerca de los portarretratos, descansaba la insignificante cajita de fósforos. Miró la fotografía gastada. Unas sotanas oscuras casi tocaban la suela de sus sandalias. Sonrió con una aletargada sombra de añoranzas en sus ojos ya viejos. En cada uno de sus brazos, entonces jóvenes y fuertes, sostenía a niños de color, semidesnudos y cubiertos sólo por taparrabos. Con una expresión de cariño desbordante tomó la fotografía y acarició las caritas asustadas por las circunstancias. Se quedó observándolas largo tiempo. Inmediatamente, como si una conciencia ajena a la suya hiciera cataclismos en su interior, sostuvo un llanto cerrado y silencioso. Sus hombros, presas de una súbita sensación de ahogo, se conmocionaron en sacudidas desencajadas.


Entonces, como si fuera ayer, recordó paso por paso, su existencia dedicada al servicio de los que lo necesitaban. Muy joven la vocación sacerdotal llamó a su alma. De un día para el otro, su inquieto corazón de adolescente se volvió misterioso y extraño. Dejó de frecuentar a sus amigos de la infancia, no volvió a conquistar mujeres, ya no durmió con ninguna y buscó refugio en libros de piadosa escritura cristiana. Empezó la lectura minuciosa del libro sagrado, tratando de entender cada palabra que escondía un significado simbólico. Se desconectó de la actividad desmesurada de la ajetreada vida cotidiana. Se recluyó en su habitación y casi con obsesión inició una cadena de oraciones que resultaron su alimento, su sueño, su descanso. Nada lo podía hacer reaccionar frente al mundo real, le dolían los hombres por el solo hecho de serlo, lo entristecían las conductas desaprensivas de las personas, la indiferencia casi inhumana que recorría las calles de su pueblo, la impiedad de la gente lo sofocaba al apunto de extraviarse en acongojados ritos de flagelación y sacrificios crueles por el pecado de no poder hacer nada. Dejó de asistir a las clases de música que tanto le agradaban y que, hasta ese momento había considerado su futuro. Le gustaba la música pop, había crecido al compás de los grandes monstruos mundiales y la adoptó como su fuente inspiradora para los nuevos descubrimientos que hiciera y para las nuevas creaciones. Le gustaba componer letras que hablaran de amor, cantaba al cuerpo femenino y lo sublimaba. Un encanto subyugador atraía a las damas hacia él y podía atraer a su cama a las mujeres más hermosas, hacerlas suyas y olvidarlas, y aún así ellas se sentían plenas de haber estado con ese hombre extremadamente sensible y viril.


Todo lo mundano que había practicado en su corta vida, tanto bueno como malo, lo dejó de lado para empezar a practicar una vida de contemplaciones y abstracciones que en nada condecían con su realidad.


Una noche, en uno de sus delirios clarificadores de confusiones desmedidas que lo iban conduciendo a huecos que no lograba tapar con fervientes oraciones, descubrió que podía contener sus ideas, sombrías hasta entonces en una claridad nítida y transparente, transfiriendo su propia vida a los demás. Determinó, en esa misma oportunidad, que su vocación estaba decidida. Sería sacerdote. Un misionero de la entrega. No pensó mucho. Esa misma noche se lo dijo a sus padres. Ambos, burgueses sobrevivientes de una realidad agobiante, no entendieron sus explicaciones. Hicieron mil preguntas, incluyeron egoístamente, sus sueños de tener algún día, nietos que colmaran su vejez en avance, enumeraron sus inagotables esfuerzos por salir de la mediocridad y haber luchado con denuedo para hacerle estudiar lo que él había optado por propia voluntad. Comprendió, en esa charla, que jamás estarían al alcance de sus ideales más acabados, que no entenderían por más que les diera razones; ellos no habían nacido en esta época. Pertenecían a la generación de aquellos que se habían contentado con el título secundario, el cual no habían obtenido con esmero; consideraron que bastaba para emplearse en un banco, una casa de comercio o vender seguros. Una opacidad indiferente había rellenado sus existencias, las había relegado al rincón de la conformidad y la apatía. Sus quimeras no iban más allá de tener un auto nuevo en la puerta de una casa comprada a hipoteca. Sus sueños se contentaban con tener hijos, llevar a sus mujeres de vacaciones a algún centro turístico renombrado y algún tiempo después, sacar a pasear los nietos.


¿Cómo podía él intentar dilucidar las enmarañadas confusiones de su mente con palabras? Dos seres simples y extremadamente cotidianos, con aspiraciones vulgares, que nunca se preguntaron acerca de los terribles y oscuros acechos del hombre a la humanidad toda. ¿Cómo podía instruirlos y aclararles su pensamiento materialista, cuando eran parte de ese individualismo obsecuente con el hombre por el hombre mismo?


Se habían conformado con encontrarse, ni siquiera se habían preguntado si se amaban o si su matrimonio era sólo la consecuencia perfecta de lo que se habían propuesto, demarcando pautas, reglas de convivencia, encuentros indiferentes de pasión circunstancial, sin ansias para mantener en constante vilo y misterio la relación de afecto que los unía. Un cariño amistoso y sereno que no estaba dispuesto a repetir.


Cuando se fue de la casa, creyeron morirse. Entonces, él llegó a la conclusión tácita de que ese mundo de ficción que habían construido se vendría inevitablemente abajo. El único soporte que lo sostenía era él. Pero no estaba dispuesto a sacrificar su voluntad por ellos. Nada detendría su resolución y tal vez, algún día, la sensibilidad los despertara y lo entendieran. Reconocerían quizás, que su existencia única e individual era el principio y fin de cada uno. Que no se vivía para o por alguien y que los hijos no eran el paño de lágrimas de viejos y descoloridos recuerdos. Pero ya no estaría allí para verlo. Su destino iba hacia otros rumbos que no se acercaban a la sofocante mediocridad, pero sí a la trascendencia personal.


Su actitud perturbadora e incitadora de una nueva conciencia entre los ciudadanos de villas y barrios carentes, fue motivo para que lo relevaran de su capilla humilde y laboriosa en actividades solidarias y lo trasladaran cuan lejos se pudo. Sin dudas, donde nadie pudiera cuestionarse, simplemente porque sus condiciones humanas no se lo permitirían y su pensamiento de avanzado estilo existencial no repercutiría en sus razonamientos. Pensó que todo lo que le quedaba de tiempo viviría allí. Entre niños desnutridos y muertos en vida por una hambruna constante e inacabable. Entre enfermos infectados por las más ignoradas afecciones que no tenían cura. Su corazón, en vez de fortalecerse y buscar refugio en la omnipotencia divina, comenzó a deteriorarse y a decaer en depresiones mórbidas.


Ya no encontraba refugio en sus oraciones, ya no sentía las mismas ansias de transformar el mundo ni de soslayar la enajenación de las personas con rituales ni con rezos. La vida misma, en su forma más acabada de primitivismo y salvaje ostentación de precariedad, le revelaba con puñales de egoísmo, que sólo era un hombre más. Volvió a ser sólo un muchacho que soñaba con volver a la protección y cuidados desmedidos maternales. Deseó volver a tocar su vieja guitarra, a frecuentar sus amistades de la infancia, a recorrer las calles de la mano de alguna novia y sin ningún apuro sólo vivir.


Los unía el mismo objetivo, en canales diferentes. Una resuelta inclinación hacia la asistencia y defensa de los que más sufren la condujeron a estudiar medicina y a solicitar una beca, a través de organismos internacionales no gubernamentales para auxiliar a las poblaciones que sufrían los estragos de la miseria más profusa. Toda su juventud la entregó a cumplir sus ilusiones y deseos de solidaridad excesiva.


Se encontraron en esa población desamparada de aquel país desolado, sin cuidados de ninguna especie, abandonados a la desidia y al autosuicidio colectivo, un genocidio patético y desgarrador. Ninguno de los dos se sobrepondría jamás al arbitrio de la deshumanización. Sin embargo, supieron que juntos recuperarían parte de sus personas. Los dos, solos y atribulados por las presiones de vidas inmoladas por la subsistencia al dolor ajeno, se descubrieron en los ojos insondables y agotados del otro.


Un sacerdote deslucido y profundamente desconsolado descubrió de nuevo a un joven intenso. Ansioso por encontrarse a sí mismo, tras las pausas de desesperación que le otorgaban sus horas de desprendimiento vital, recorrió su cuerpo virgen en una noche de debilidad humana y de extrema calidad espiritual. Desde entonces, supo que un nuevo destino le había preparado Aquel al que en tantas noches de soledad enrarecida había sentido ausente. Percibió en la distancia que aquellas palabras premonitorias del padre Juan habían sabido conocer el alma del hombre y habían prevenido al sacerdote de sus posibilidades de pecado mortal. Su espíritu inquieto, sin dudas lo llevaría a cometerlos, ya que se cuestionaba sobre todo su propia misión en la tierra. Si su cuerpo lo llevaba hacia los límites del deseo, caería en la más prominente de las injusticias en contra de Dios. Debería afrontar las escondidas fuerzas del mal y aprender a sobrellevar con fortaleza las pruebas que le presentara. Mucho tiempo después, ya cuando la falta estuvo irremediablemente concretada, sus pensamientos divagaron por el temor de un castigo atroz por sus flaquezas. Tanta miseria espiritual volvía a hacer eco en su desesperación y volvía a temer el rechazo de Dios.


Se tomó la cara con las dos manos, ya las lágrimas se habían secado y el consuelo de una provisoria paz interior le daba energías para seguir. En aquel valle de aflicción, el calvario se hacía más denso y laceraba esta vez en la carne propia.


Lentamente caminó, encorvado por el cansancio hacia la habitación de su único hijo quien agonizaba en una juventud semejante a la de los que había ayudado a salvarse.


La crueldad del Dios de antes resurgía como en las películas que había visto siendo niño. Amenazante y recio, demostraba en su primogénito el brutal enojo por su alejamiento. Recordó las palabras del padre Juan nuevamente y entonces lo supo. Era Él y sólo Él quien manejaba el destino de los hombres y tenía algunas deudas que no podría cancelar.


Una vez más, el Dios Juez le inmolaba sus miserias humanas para ponerlo a prueba, mientras su alma endeble huía despavorida hacia los precipicios mortales.


Mónica Griolio
de Historias al borde el abismo


Ed. Dante. Mérida, Yucatán, México, 2002.

3 comentarios:

Nerina Thomas dijo...

Tus trabajos, los mismos que recorren el mundo se lucen siempre.
Tu dedicación, talento, saber, me pone orgullosa siempre.
Mañana lunes serás destacada una vez mas en mi espacio de radio.
Mañana te querré mas que hoy y volveré a agradecer haberte encontrado en mi camino. Desde ese momento, lo has enriquecido.
Abrazo hermana querida!!

Patricia López dijo...

Gracias por compartir este mundo tan rico, querida Mónica.
He pasado un largo rato leyéndote y enriqueciéndome... Sinceramente, tus textos son una caricia a los sentidos.
Besos enormes

Mónica dijo...

Muchas gracias, Patricia, es un honor que me hayas leído.